(Reflexiones sobre la Resurrección del Evangelio de san Juan 20,1-10)

Después de la crucifixión, el Evangelista san Juan menciona que Jesús fue puesto en un sepulcro nuevo que se encontraba en un huerto cercano al lugar. Todo sucedió demasiado rápido, en efecto, el sepulcro se encontraba a escasos treinta metros de distancia y como había sido el día de la preparación de la fiesta de los judíos no había posibilidad de esperar. Sin embargo, estos acontecimientos nos dejan a la expectativa de lo que vendrá, la historia aún no está concluida, todavía falta el final. El Evangelista no dice nada de lo que sucedió después de que pusieron el cuerpo muerto de Jesús en el sepulcro, da un salto en el tiempo y nos lleva hasta el primer día de la semana, muy de mañana, en el mismo huerto y en el mismo sepulcro, pero presenta un misterio, algo inesperado: la tumba está vacía, sólo permanecen unos lienzos. ¿Qué sucedió con el cuerpo? La primera suposición: alguien se lo llevó. ¿Qué dicen los testigos?
María de Magdala, Pedro, el discípulo amado, Tomás y el resto de los discípulos que estaban escondidos, son los testigos iniciales. Por el momento, veamos algunos detalles de la narración del Evangelio de san Juan acerca de lo que vivieron Pedro y el discípulo amado; ojalá que al verlos, podamos descubrir elementos que nos ayuden a profundizar en nuestra vida de misioneros.
La intriga comienza cuando la Magdalena llega al sepulcro y encuentra la piedra removida pero sin el cuerpo. Era muy de mañana durante el primer día de la semana. Qué grande sorpresa se llevó al descubrir que el cuerpo de Jesús había desaparecido; la primera reacción es correr para dar la noticia a Pedro y al otro discípulo, al que Jesús amaba nos dice san Juan. La escena tiene gran velocidad, fijémonos en la reacción de estos dos ante las palabras de María: en cuanto escuchan la noticia, no se entretienen preguntando por detalles, corren al instante, prácticamente no hubo tiempo intermedio entre el anuncio y su salida. La situación es urgente, por eso la reacción inmediata. ¡Todos corren!
El discípulo amado, tal vez por ser más joven, corre más aprisa que Pedro y llega primero al sepulcro; pero sorprendentemente no entra, sólo se inclina; recordemos que la mayoría de los sepulcros estaban en una parte baja o tenían una puerta pequeña que obligaba a inclinarse para entrar en ellos. El Evangelista detalla que el discípulo amado se queda viendo las envolturas de lino que estaban en el interior del sepulcro y con las que había sido envuelto el cuerpo de Jesús, asombrosamente están en su lugar, parecen intactas, pero no está el cuerpo; recordemos que este discípulo estuvo presente durante el proceso del juicio de Jesús, al igual que estuvo en el momento de la cruz cuando Jesús le entregó a su madre, por lo que este discípulo era uno de los que tenían una idea más clara de cómo había terminado la escena de la crucifixión y por tanto sabía cómo había quedado el sepulcro antes de que fuera cerrado con la piedra. La reacción de este discípulo nos deja con dudas, ¿por qué no se anima a entrar? ¿Se asustó y se quedó pasmado? ¿Se quedó pensando tratando de entender? ¿Necesitaba tiempo para digerir lo que veía? El Evangelista nos deja con la intriga, se limita a decir que no entra en ese momento.
Después llega Pedro que no se detiene ni siquiera un momento, entra al sepulcro de inmediato, tenía urgencia por ver lo que había sucedido. El Evangelista nos cuenta que vio lo mismo que había visto el otro discípulo, es decir, las envolturas en el lugar donde habían sido colocadas; pero añade un detalle que al parecer no se podía percibir desde el exterior: Pedro ve que el sudario con el que había sido cubierta la cabeza de Jesús está doblado y colocado en un lugar separado del resto de las vestiduras. ¿Qué sucedió?
Las dudas han de haber invadido su corazón. Por una parte no puede negar lo que ve, el sentido de la vista le confirma que aquella noche pasó algo, pero qué complicado es entenderlo con la razón. Se queda callado,
no pronuncia palabra alguna. Es ilógico que los lienzos estén intactos pero el sudario bien doblado. Habrá pensado que tal vez alguien entró para robar como frecuentemente hacían los ladrones que entraban en las tumbas para tomar las pertenencias valiosas con las que los difuntos solían ser sepultados, pero esta posibilidad y la posibilidad del secuestro del cuerpo quedan descartadas por el orden excesivo que prevalece; al final de una escena de robo lo que predomina es caos. ¡Ningún ladrón se detendría a colocar las vestiduras en el lugar donde estaban ni mucho menos perdería tiempo doblando el sudario!
¿Qué habrá pensado Pedro? Recordemos que Pedro todavía no sabía que Jesús había resucitado ¿El cuerpo pudo haberse desmaterializado? Era una buena posibilidad, al desmaterializarse habría atravesado los lienzos, eso explicaría por qué están en su lugar. Sin embargo, Pedro era inteligente, habrá concluido que si Jesús se hubiera desmaterializado el sudario estaría junto con los lienzos y no estaría enrollado; además, no tendría sentido que la piedra hubiera sido removida, pues Jesús podría haber salido del sepulcro sin necesidad de haberla quitado.
Entonces ¿qué sucedió? Pedro habrá pensado: “¡El cuerpo no pudo haber desaparecido así porque sí!”. La única seguridad que tenía es que el cuerpo de Jesús estuvo ahí, eso no lo puede dudar porque los lienzos lo constatan, es la evidencia que confirma que Jesús fue enterrado en ese lugar. Pero ¿y el cuerpo? ¿Dónde está Jesús? Cuántas preguntas. Y el Evangelista narra los sucesos sin dar grandes detalles. Hasta el momento, nos ha envuelto en un dramatismo que nos deja prácticamente sin respiro, pero narra las cosas de manera tan austera que pareciera que quiere dejarnos en suspenso; y si esa era su intención, pues lo está logrando.
Después de Pedro, el discípulo amado toma valor y entra al sepulcro. Lo podemos imaginar tembloroso. Una vez dentro, analiza lo que ve. Hay algo diferente a como estaba el día que Jesús fue sepultado, observa detenidamente y este mirar lo lleva a dar un paso que Pedro no ha podido dar: el discípulo amado logra creer. ¿Vio algo que Pedro no vio y que le permitió creer?
Recurramos al texto en griego para encontrar alguna pista que nos ayude a entender: cuando el Evangelista habla sobre el mirar de Pedro y del discípulo amado lo hace con dos verbos diferentes: para el referirse al mirar de Pedro usa el verbo “theoréo”, mientras que para el mirar del discípulo amado usa el verbo “horáo». Este detalle se pierde al traducir el texto al español pues los dos verbos se traducen como “ver”. Pero a partir del texto griego podemos notar que la manera de ver del discípulo amado es distinta a la de Pedro. El evangelista hace esta distinción para que descubramos que lo fundamental no está en lo que vieron, sino en la manera cómo lo vieron, pues pesar de que han visto lo mismo las conclusiones a las que llegan son diferentes: la manera como ha visto el discípulo amado le permite dar un paso en la fe que le posibilita creer; por el contrario, Pedro después de ver no llega a ninguna conclusión. El problema no eran los lienzos, sino la manera cómo los han visto. Se necesita una vista especial para ver las cosas del Señor.
Después de estas escenas, el Evangelista hace un comentario que a más de alguno ha dejado con la boca abierta. Afirma que no habían entendido la escritura, que no habían comprendido que Jesús tenía que resucitar de entre los muertos (Jn 20,9). Vaya sorpresa que nos tenía reservada para el final del episodio, ¡prácticamente está diciendo que los discípulos eran unos ignorantes! ¡Pero qué falta de respeto! Tranquilos, busquemos alguna explicación. Vamos con calma porque esto es algo que no esperábamos.
Ciertamente que el evangelista está haciendo una afirmación con tonalidad negativa, pues si hubieran entendido estarían esperando la resurrección y no hubiera sido necesario ir corriendo hasta el sepulcro para constatar que Jesús no estaba ahí; tampoco estarían escondidos llenos de miedo. El reproche que el Evangelista hace a los discípulos por su falta de capacidad para entender las Escrituras, en realidad trae un mensaje positivo dirigido a la generación posterior de creyentes que, al leer el Evangelio, comprenderán que con la Escritura es posible creer en la resurrección. Esto es importante para nosotros que vivimos después de casi dos mil años, pues podemos creer en la resurrección a pesar de no haber estado presentes en el momento en que sucedió, las pruebas sensibles son secundarias cuando se han entendido las Escrituras. No necesitamos entrar al sepulcro ni ver los lienzos, no importa que la información que tengamos permanezca vaga e incompleta, Dios también habla a través de la Escritura. En ella está lo indispensable para que nuestra fe crezca y madure, de tal manera que todos nosotros podemos igualar la experiencia de fe de los primeros discípulos.
Notemos que unos versículos más adelante (Jn 20,31) el Evangelista alaba a aquellos que logran creer sin haber visto. Tenemos que reconocer que ni Pedro ni el discípulo amado están dentro de este grupo, ellos necesitaron ver para poder creer. Muchos de nosotros, al igual que estos dos discípulos, necesitamos de constataciones que nos ayuden a creer. Parece que san Vicente también lo tenía muy claro, pues constantemente invitaba a voltear a ver al pobre, a tocarlo, porque descubrió que ahí estaba Jesús, sabía que sin esta experiencia sensible es muy difícil creer en Él. Pero también invitaba constantemente a meditar y profundizar en los misterios divinos, sabía que la experiencia sensible no es suficiente. Por eso, no podemos considerarnos verdaderos misioneros si antes no hemos visto, tocado, sentido, escuchado o saboreado a Jesús; pero sobretodo, no podemos serlo si antes no hemos entendido la Escritura. Retomando a Pedro y al discípulo amado, recordemos que lo importante no es lo que se ve, sino la manera cómo se ve; podemos añadir, lo importante no es lo que se toca, se escucha… sino la manera como se hace. Entonces podremos creer en el resucitado.
Finalmente, hay un detalle en la narración que puede pasar desapercibido: el sepulcro. Su importancia resalta cuando vemos que aparece siete veces en tan sólo diez versículos. ¡Son muchas, casi una vez por versículo! Esto nos hace pensar que el Evangelista también quiere que centremos nuestra atención ahí. La Magdalena, Pedro y el discípulo amado, cuando van al sepulcro, más que provocarles desesperación encuentran novedades: la muerte ha muerto y, como una cosa del pasado, las envolturas de muerte son abandonadas dentro del sepulcro. ¡Qué hermoso el sepulcro vacío! Aquél era el inicio de un nuevo día y anunciaba nuevos descubrimientos: la piedra removida, las vestimentas en su lugar, el sudario de la cabeza enrollado y colocado en lugar aparte. La tumba no es capaz de alojar a la muerte. La entrada está abierta, ya no está sellada. Los lienzos ya no envuelven al muerto. Jesús no se encuentra dentro.
Y nosotros, ¿ya entendimos la Escritura? ¿Todavía necesitamos ver para creer? La invitación está abierta, leamos nuestra Biblia, salgamos y busquemos donde está el Resucitado. Y si ya hemos encontrado a Jesús, entonces salgamos y anunciemos que el sepulcro está vacío, anunciemos que aquel que murió ahora está entre nosotros. Ahí está nuestra misión.
P. Antonio G Escobedo Hdz, c.m.
Imagen de Eugène Burnand Pietro e Giovanni al sepolcro la mattina della Resurrezione.
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